miércoles, 15 de agosto de 2012

mambos de pucheros


A mi mamá

Corría el año 1991, Giulita vivía con su papá, su mamá y su hermanita en un departamento laberintoso de la Via Annunziatella, número 111. Giulita nunca, pero nunca, pudo levantarse a la hora que debía: el colegio estaba exactamente enfrente de la casa y siempre, pero siempre, llegaba tardísimo, cuando ya estaba entonadísimo el himno italiano y la bandera hasta la mitad del poste.

A Giulita solo le importaba jugar con su amigo Vito, que la acompañaba a la casa todos los días después de la escuela, la subía a caballito y, haciendo un esfuerzo sobrenatural, lograban juntos tocar el timbre de Vía Annunziatella 111.

Giulita siempre tuvo problemitas con la comida: digamos que no le importaba, entonces no comía. La mamá sufría mucho porque sabía los motivos: la comida no era la misma que la de la abuela Norma. En Matera no existía la batata, ni muchos otros ingredientes que a Giulita le encantaban. Y si a Giulita no le gustaba, no comía.

Un mediodía en que Giulita volvió de la escuela, la mamá estaba feliz porque había conseguido hacer el puchero de la abuela Norma muy, pero muy parecido. Con mucha felicidad y ansiedad por ver a su hija comer, le preparó la mesa con amor por todos lados, le sirvió un plato enorme de puchero y se sentó a su lado vistiendo una sonrisa verdadera.

Mientras tanto, su papá trabajaba en la habitación de al lado y prometía acercarse a acompañar a su hija en el almuerzo. Lo hizo unos minutos más tarde.

Giulita, siempre devota de su religión, agarró la cuchara y empezó a hacer formas marinas con el puchero. Primero dibujó un barco, después una estrella marina y después una sirena. Entre figura y figura, la mamá le suplicaba que probara la comida: era igual a la de la abuela.

La nena miraba el puchero pero pensaba en otras cosas, lo único que existía era un hilo conductor entre sus ojos y el plato, pero ese hilo se había endurecido y le impedía acercar la cara a la cuchara. Así que jugaba con la papa, el zapallito, el queso y los espaguetis que la mamá había cortado con la mano, como la hacía la abuela norma.

La mamá empezó a llenarse de ira, de la misma ira que cuando Giulita no la dejaba dormir cuando necesitaba cerrar los ojos después de cuatro noches en vela. La misma ira que sintió muchos años más tarde cuando la nena padeció la adolescencia. Ahora miraba a la nena y quería asesinarla le temblaba la mano derecha y la izquierda se apretaba corta el mantel abollado debajo de la mesa redonda. Su voz se empezó quebrar mientras seguía diciendo “comé, comé, comé”.

De repente, siempre como dudando, agarró el plato de puchero desde abajo, como sosteniendo una bandeja, abrió mucho los ojos y preguntó “¿no vas a comer?”.

Giulita sintió el límite, sintió que había pasado la frontera de la huelga inmotivada, supo como seguirían desarrollándose los acontecimientos: se vió muerta. Y dijo: “no”.
La mamá levantó el plato, ahora agarrándolo con ambas manos por los costados, abrió más todavía los ojos y, después de decir “¿ah, no?” dio vuelta el plato y lo partió sobre la cabeza de la nena, que ya lloraba.

A Giulita no le dolió, era uno de esos golpes secos en los que el dolor no perdura. Pero tenía seis años y se podía permitir llorar todo lo que quisiera, así que lo hizo. Y mientras tanto se deslizaban zapallitos y papas y espaguetis por su carita ya rebelde.

El papá la llevó al baño y le lavó el pelo, buscó una toalla y la secó. Mientras tanto la mamá lloraba en la cocina, lloraba tanto de furia como de arrepentimiento. Giulita la entendía, pero su escala de valores le decía que ella, nena insolente como era, tenía razón.

Hoy Giulia es grande, toda una mujer, tan flaca como profesional, y se acuerda de este episodio con risa, junto con su mamá, que sigue cocinando ese puchero riquísimo como el de la abuela y sabe que esa escala de valores estaba mal armada, que tenía que haber comido porque eso era mucho más que un puchero…

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