miércoles, 30 de enero de 2013

mambo de un condenado


 El viejo empezó a subir la escalera. Apenas veía al siguiente escalón, consecuencia de su joroba. Ese había sido su castigo. Hablaba sólo: pedía perdón. Confeccionaba listas de personas a las que había lastimado y después de cada nombre, en voz alta, pronunciaba la herida.

A veces se reía, como sin terminar de arrepentirse, y al advertir esa falta de sinceridad, volvía a empezar cinco escalones más abajo.
“Sofía, perdón. Te maltraté desde que te conocí. Me divertía jugar con vos y me causaba gracia tu nariz enorme. Martín, perdón. Sos mal jugador, pero buena persona. Eso no lo pude ver. Cecilia, perdón. Simplemente no me importaba lo decías, pero sos muy inteligente. Alejandro, perdón… Clara, sé que me quisiste… Silvia, no te merecías que…”

Se detuvo en la mitad. Paralizado porque tenía tantos nombres en la cabeza que no podía clasificarlos y pronunciarlos y ni siquiera pudo pensar en bajar. Muchas imágenes de recuerdos, como fotografías, se le pegaban a la cara con violencia y lo iban cegando. En todas había gente sonriendo, pasando buenos momentos y disfrutando las cosas lindas de la vida.

Lloró. Lloró sin pensar en nada más que en esos recuerdos. Lloró imaginándose del otro lado. Se deshidrataba y con las lágrimas se colaban las palabras en forma de cuchillo y se le iban clavando en los pies. Y le dolía lo suficiente como para gritar.
Lloró cincuenta y ocho días y cincuenta y siete noches.
Cuando logró respirar hondo, ya no tenía joroba. Pudo erguirse y, despacito, seguir subiendo.

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